La vida se abre camino: impredictibilidad y conducta de usuario

Lo que las personas hacen con nuestros diseños no siempre es lo que intentamos que hagan

Felipe Heredia de Haro
6 min readSep 24, 2021
Sistemas no lineales… el tiranosaurio no atiende a patrones ni horarios, ¿lo harán los usuarios?

Hace tiempo que esperamos que aplicaciones de mensajería como Whatsapp incorporen capacidades de pago. Lo sorprendente es que algunos usuarios sigan el camino inverso y hayan empezado a utilizar sistemas de pago a modo de plataformas de comunicación. Uno o varios casos anecdóticos no son una tendencia, pero los informes sobre usuarios que han subvertido Bizum para utilizarlo como una app para ligar — o más bien como herramienta de ciberacoso— me animan a recuperar y actualizar estas reflexiones sobre la impredictibilidad del comportamiento y la utilidad de ciertos conceptos biológicos en nuestro trabajo de diseñadores y tecnólogos.

Fue el paleontólogo y divulgador Steven Jay Gould quien acuñó el neologismo exaptación. Designaba los rasgos que se consolidan con una función determinada, o incluso sin ninguna función en absoluto — son evolutivamente neutros en origen— , pero que, con el paso de los milenios y el devenir de la evolución, acaban siendo “aprovechados” por la selección natural para algo completamente diferente. El ejemplo habitual son las plumas de las aves. Hoy creemos que cuando estas estructuras queratinosas empezaron a aparecer sobre la piel de algunos dinosaurios del Cretácico superior, les servían como aislante de la temperatura corporal, o bien como reclamo sexual. Solo después de millones de años de acción evolutiva, en las protoaves, aquellas estructuras favorecieron el vuelo que hoy nos parece consustancial a los plumíferos. Desde el punto de vista de Gould, la proliferación y el uso actual de las plumas no son exactamente una adaptación directa en el sentido darwiniano, sino un uso sobrevenido de un elemento preexistente: un subproducto, un efecto colateral no previsto. Una “exaptación”.

¿“No previsto”? Nuestro lenguaje puede ser traicionero cuando hablamos de evolución. Que quede claro: no se trata de que los órganos tengan un propósito original que con el tiempo se pueda desviar o contrariar. La evolución de las especies no es un proceso teleológico, no está dirigido, es el resultado del azar y de infinidad de variables y sistemas no lineales que favorecen unos cambios y extinguen otros. No tiene fines ni diseños preconcebidos. Sencillamente, en lo que Gould llamó “exaptaciones”, la función cambia a lo largo de los diferentes momentos y situaciones evolutivas.

Stephen Jay Gould en el Museo de Historia Natural de Nueva York

Pensemos ahora en las construcciones humanas. Podemos dar por hecho que, en general, nuestros ingenios sí son concebidos con un propósito: más o menos explícito pero de alguna manera siempre ahí. Por lo tanto, cabe esperar que no apliquen sobre ellos los avatares y efectos imprevistos de las exaptaciones de Gould, ¿correcto?

No, en absoluto. El propio Gould, con colegas como Elizabeth Vrba o Richard Lewontin, llamó la atención de sus lectores sobre el estudio de las enjutas. En los arcos y bóvedas de puentes, templos y palacios, las enjutas frecuentemente aparecen ricamente adornadas con elaboradas imágenes y estatuas. Pero su utilidad original no era esa, sino servir de soporte a cúpulas y techos. Las enjutas, aprovechadas luego como ornamento, evolucionaron de forma no prevista por sus diseñadores originales. Esas utilización sobrevenida fue haciéndose más y más importante y en algunos casos llegó a desplazar a la original: hay enjutas que no sostienen ningún peso y solo están para “hacer bonito”.

Enjuta de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel: la sibila libia

Hay muchos ejemplos de productos y funcionalidades tecnológicas que acabaron usándose de manera no prevista por sus creadores y promotores originales. Ofrezco uno tan anticuado como ilustrativo. Algunos de nosotros somos lo bastante viejos como para recordar un tiempo en que los teléfonos no identificaban a la persona llamante, ni tampoco dejaban rastro de las llamadas no atendidas. También recordamos, o deberíamos, el impacto que supuso en nuestras vidas cuando empezaron a hacerlo. Naturalmente, para los fabricantes y operadoras el objetivo de aquella innovación era sencillamente facturar más. Gracias a la notificación de las llamadas perdidas y la identificación de los números entrantes, los clientes podíamos enterarnos de que alguien había tratado de contactar, y, en consecuencia, devolver la llamada. Una comunicación que, de no ser por la nueva tecnología, no se habría producido y por la que las compañías podían cobrar. Esa era la teoría.

Pero pronto se hicieron evidentes usos que no iban en la dirección deseada. Las personas empezaron a establecer códigos, tan rudimentarios como efectivos, que aprovechaban la nueva capacidad. A menos que hayas nacido en este milenio, seguramente lo recordarás. “No olvides hacerme una llamada perdida cuando llegues a casa” o “cuando estés en el portal, hazme una perdida y bajo”. Entre los adolescentes, una llamada perdida podía tener el significado de un saludo, un toque sin mayor continuidad que indicar al receptor que el otro se acordaba de él o de ella. En definitiva, en contra de la previsión de que la llamada perdida solo tenía sentido si se acompañaba de una llamada posterior “exitosa”, los usuarios encontraron la manera de dotar de significado al hecho de llamar sin hablar. Y, por supuesto, sin pagar.

Esta “exaptación” del servicio fue mucho más allá de la anécdota. En países como la India, hasta hace relativamente pocos años, las llamadas perdidas han funcionado como un elaborado sistema de comunicación del que se servían millones de personas. La extrema pobreza — que permitía a gran parte de la población tener un teléfono, pero no pagar el establecimiento de llamadas o la conexión a Internet — , y el analfabetismo, que dificulta el uso de los mensajes de texto, se confabularon para crear una suerte de silbo gomero tecnológico, un nuevo lenguaje adaptado a las circunstancias y necesidades de sus hablantes. Y no solo eso. Hubo quien supo sacar beneficio de esa evolución imprevista. Entre 2010 y 2016 operó en el país la compañía ZipDial, que, utilizando como canal principal las llamadas perdidas, ofreció a sus más de 60 millones de usuarios únicos información deportiva o meteorológica, noticias sobre estrellas de Bollywood, servicios de petición de canciones en la radio u ofertas sobre productos de supermercado, porque, como dice su fundador, Sanjay Swamy, ZipDial supuso para innumerables personas en la India su primer contacto con Internet.

Sanjay Swamy, emprendedor en Bangalore, capital tecnológica de la India (fuente: restoftheworld.org)

Como diseñadores, la historia de ZipDial aprovechando las llamadas perdidas que escapaban al negocio de las grandes operadoras telefónicas, la de los usuarios que pervierten Bizum o Linkedin para propósitos totalmente ajenos a los oficiales de esas plataformas, e incluso las enjutas de la Capilla Sixtina, deberían hacernos reflexionar.

Diseñar un sistema consiste en buena medida en anticipar y tratar de dirigir el comportamiento de las personas. Pero ese comportamiento a menudo demuestra ser impredecible e ingobernable. Podemos, por ejemplo, diseñar un formulario de venta que contenga un campo de cumplimentación obligatoria. Pero no podemos, al menos no fácilmente, impedir que los usuarios rellenen ese campo con letras tecleadas al azar, o con la barra espaciadora. Y si tienen que hacerlo para llegar a su objetivo, seguramente lo harán. Otro ejemplo: un poderoso CEO puede proclamar, y puede que incluso creer, que sus empleados no van a teletrabajar más porque él diga que a partir de ya “los quiere en la oficina”. Pero ese genio está fuera de la botella y puede que sea complicado volverlo a meter.

Nuestros journeys y diseños de servicio, si llegan al mundo real, se van a desenvolver en sistemas complejos, no lineales. Entornos, en los que, por más que intentemos lo contrario, siempre queda espacio para la impredictibilidad. Cuando el producto sale “ahí fuera”, van a aparecer desviaciones, usos imprevistos, e incluso ocasionalmente “exaptaciones”… quizá más exitosas y difundidas que el propósito y uso original.

Lo decía el matemático doctor Malcolm en Parque Jurásico, y así terminamos, al gusto quizá de Stephen Gould, pensando en dinosaurios: la vida, al final, siempre se abre camino.

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